Me pregunto en la oración cuántos kilómetros debió recorrer el Señor en sus tres años de vida pública. A tenor de lo que cuentan los Evangelios, a medida que avanzas página a página, mucha debió ser la distancia recorrida. Unas veces solo, la mayoría con los apóstoles, una gran parte rodeado de multitudes. Unas a a paso rápido y otras limitado por los encuentros del camino. Pero siempre a pie. No debió ser fácil. Pies polvorientos y sandalias gastadas. Debió ser Jesús un gran consumidor de calzado porque para llevar a cabo su ministerio el zapato de la época aguantaba mucho.
Lo que me importa de esta idea es el significado. Jesús camina al ritmo de la Buena Nueva. Sus pies santos e inmaculados transitan por la tierra de Galilea, de Samaria, de Jerusalén, de Cafarnaún… pisando la arena, la yerba, los matojos, la gravilla dejando a su paso el aroma de la misericordia, del perdón, de la serenidad interior, de la reconciliación, del amor.
Caminaba a la luz del día y en la oscuridad de la noche. Caminaba subiendo cerros y bajando montañas, en caminos llanos y sendas enrevesadas. Es el símil mismo de la vida. Y siempre deteniéndose allí donde su presencia era imprescindible. Belén, Nazaret, el Río Jordán, Caná de Galilea, Betania (resurrección de Lázaro), Naín (resucita al hijo de la viuda), Jericó (el encuentro con Zaqueo), Sicar (el encuentro con la samaritana), Cafarnaún (resucita a la hija del Jairo) y Sidón, y Betsaida, y Generaset, y Cesarea…
Y medito como esos pies no se cansaban nunca de cumplir su misión de llevar la misericordia al mundo. Y como esos pies se lavaban para entrar en los hogares de aquellos que esperaban de Él consuelo y esperanza. Y como esos pies reposaban en tantos lugares para dar amor, para dar luz y vida allí donde entraban.
Esos pies de Cristo entraban en la sencillez de una edificación habitada por hombres y mujeres anhelantes de Su presencia como hoy tantos que también la anhelan y mis pies y mi corazón no entran allí porque no soy capaz de ser testimonio de esa verdad que me ha sido revelada. Y me doy cuenta que no puedo ir por el mundo con los pies limpios porque lo que pide Cristo es que como cristiano camine con los pies polvorientos al encuentro del prójimo. Que mis sandalias estén gastadas de tanto usarse en busca de aquellos que anhelan el encuentro con el Resucitado. Lo cierto es que Él camina en mis zapatos, habla con mi voz, mira con mirada, escucha con mis oídos, ama con mi corazón. ¿Que debo hacer, qué debe cambiar en mi vida y como actuar para que esto sea así siempre y pies no se cansen jamás de ir al encuentro de aquellos que no conocen al Maestro que caminó para llevar luz y vida al corazón del hombre?
¡Señor, te doy gracias porque me enseñas que debo caminar siempre a tu lado, ensuciarme los pies para ir al encuentro del prójimo y mostrarle lo que tu ya nos dijiste: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí»! ¡Señor, la vida es un camino impredecible, repleto de subidas que cansan, con baches en el suelo, con bajadas y curvas peligrosas, con obstáculos que vencer, pero tu eres el que siempre guía mis pasos y me muestras por donde continuar el camino! ¡Señor, tómame de la mano y condúceme por la misma senda que hubieras elegido tu para ir al encuentro de los que tengo cerca! ¡Enséñame, Señor, a ser generoso, servicial, humilde, caminante de pies llenos de polvo, que te sirva como tú lo mereces, que sirva al prójimo como tu quieres, a entregarme a ti sin reservas, a despreocuparme de las dificultades, a trabajar sin descanso, a sacrificarme sin esperar recompensas mundanas y cumplir en todo momento tu voluntad! ¡Señor, soy un caminante que viajo por el camino hacia el cielo y quiero hacerlo en tu compañía, quiero que cada paso que dé hacerlo contigo, levantar los pies para no caer, vencer los obstáculos para no detenerme y dejarme vencer por la tentación, para llenar mi corazón de fe, para ir al encuentro de los que me salgan en el camino, para alentarnos, acompañarlos y ayudarlos! ¡Señor, ando por los caminos polvorientos de la vida y quiero hacerlo siempre con alegría, con esperanza, con amor, con espíritu de servicio para dar testimonio de ti; dame la sabiduría que viene del Espíritu para enseñar, para amar, para corregir, para perdonar, para crecer en autenticidad! ¡Permite, Señor, que todo lo que me rodea vea en mí un compañero de viaje, un hermano y, por encima de todo, un amigo que lleva a Cristo en el corazón! ¡Haz, Señor, que mis miradas, mis palabras y mis hechos no sean para herir a nadie, sino para consolar, para animar y para enseñar!