¿Cuál es mi respuesta al ven y sígueme?

Vivo en la misma ciudad en la que nací. Mi vida se ha desarrollado en la misma ciudad, con algunas excepciones en que he vivido en otros lugares, pero me siento arraigado a la urbe donde reside mi familia, mis amigos, mi comunidad de oración… Nazaret.  Esta es la ciudad donde creció Jesús, donde vivió en silencio, donde permaneció en oración durante treinta años; en la escuela de San José, Jesús aprendió su oficio de carpintero. En la escuela de la Virgen María, Jesús aprendió muchos de los ritos y las costumbres del judaísmo y se formó como persona. Lo mismo hicieron mis padres, me formaron en valores, me ayudaron a crecer en la fe y en mi espiritualidad, moldearon mi formación humana. 

Jesús actuaba según la costumbre de su tiempo. Así lo hacemos nosotros. En Nazaret, Jesús santificó el tiempo, el trabajo, la amistad, la vida cotidiana. Nuestra vida, aunque esté hecha de rutinas, de repeticiones, tiene sentido pese a que nuestras sociedades atraviesen una profunda crisis a todos los niveles. Pero es un tiempo que necesita de mucha santificación en lo personal, social y profesional.

Por eso seguir a Jesús Resucitado es una alegría, una misión, una aventura. Seguir a Jesús de Nazaret a Jerusalén en el Evangelio, en la liturgia, en la Palabra… es una auténtica revolución.

Cuántas veces podemos escuchar esta frase demoledora: «No te necesito», podemos prescindir de ti que eres pequeño, débil, frágil,  enfermo, con una discapacidad. Nos deshacemos de los que «estorban» socialmente. En la tarde de Su Resurrección, Jesús abre la mente de sus discípulos a la comprensión de las Escrituras e ilumina los ojos y el corazón de los discípulos de Emaús. Les explica lo que le preocupa en toda la Escritura. Jesús envía su Espíritu Santo para que los Apóstoles recuerden sus Palabras y se conviertan en valientes testigos de su Buena Nueva. Para acoger a todos sin importar su origen, su raza, sus creencias, su fe, su enfermedad, su fragilidad, su personalidad…  

Necesitamos leer las Escrituras, la historia de la salvación, la historia de la intervención de Dios en el mundo. Jesús es nuestro guía, nuestro Maestro. Escuchar las maravillas de Dios, dejarse transformar por esta Palabra de vida, por el Evangelio y la enseñanza de Cristo. No es posible aislar de nuestra vida la predicación de Jesús, sus signos, su Pasión y su resurrección. ¡Por nosotros y por nuestra salvación! Por amor a nosotros, para saciar nuestra sed en la fuente de la vida, por el don del Espíritu Santo. 

Nunca dejamos de descubrir a Jesús que está consagrado por la unción, por el Espíritu Santo. Él es Dios, nacido de Dios, concebido del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María. Cristo sigue vivo y lo recibimos en la Sagrada Eucaristía, le rezamos, le escuchamos, le adoramos. Nos ayuda a crecer.

Jesús se hace presente con la fuerza del Espíritu. Viene a anunciar la Buena Nueva a los que sufren, a los que necesitan de Dios, a los que anhelan la luz de Su Palabra, a los que son esclavos de sus adicciones, incapaces de salir de su egoísmo, de sus preocupaciones. Jesús viene a decir que todos somos amados por su Padre. A través del Bautismo nos hemos sumergido en esta fuente vivificante de Amor, ardemos en el fuego del Amor de Dios y participamos en la misión de la Iglesia…

Jesús nos dice en cada momento: «Necesito que prolongues mi reinado, para que la predicación del Evangelio cuide a los frágiles, a los que sufren, a los esclavos de sus pasiones”. ¡Ven, sígueme! ¡Actúa en mi nombre! ¡Transforma el mundo! ¡Cambia los corazones de los que te rodean! ¡Abre tu corazón y llena de amor tu entorno! ¡Vivifica con tus gestos, palabras, sentimientos, acciones a tu prójimo! Y ante este reto sublime… ¿Cuál es mi respuesta? ¿El silencio o la acción?

¡Señor, no soy quien te he elegido sino que eres Tu el que cada día te acercas a mi, el que me llamas por mi nombre, el que me invitas a seguirte, el que quieres que comparta lo pequeño y lo grande contigo, el que me ofrece la cruz, el que me señala el camino de la esperanza! ¡Señor, no soy yo quien toma la iniciativa, sino que eres Tu el que primera me tiende la mano, el que me ayuda a seguir adelante, a creer en tu Palabra, en tu Buena Nueva, en tu Evangelio, el que me invita a amar, a entregarme al prójimo, el que me invita a permanecer muy unido a Ti! ¡Señor, no soy yo el que toma la iniciativa de ser tu discípulo sino que eres Tu el que me llama cada día, el que me envía la gracia del Espíritu para que ilumine mis pasos, mi mente y mi corazón! ¡No soy yo, Señor, el que tiene la iniciativa sino que eres Tu el que me lanza el reto de evangelizar en mi entorno, el que está llamado a proclamar la Buena Nueva de tu verdad! ¡Señor, no son mis fuerzas las que me permiten avanzar sino es la fortaleza que viene de tu Santo Espíritu la que me da la fuerza para seguirte, la sabiduría para entender lo que quieres de mi, la que me hace rechazar el mal, la que me invita a entrar por la puerta estrecha del reino renunciando a lo que no me conviene! ¡Señor, tu eres el Mesías, el Maestro, el Salvador, el Redentor; necesito, Señor, que te hagas muy presente en mi vida porque quiero ser testigo de tu misión, quiero ser discípulo de tu Evangelio, quiero ser instrumento de tu Palabra! ¡Señor, me invitas a seguirte y yo acepto el reto con alegría, con fe y con esperanza!

Imitar los gestos de Cristo

Cada palabra, cada mirada, cada gesto, cada paso que Cristo realiza transforma las situaciones más nimias y prosaicas dotándolas de una luminosidad que nunca nadie ha conseguido dar a la trivialidad. Jesús tiene la enorme cualidad de convertir lo más sencillo en un evento revestido de una belleza mágica, llena de luz y de esperanza.
Aunque estamos en tiempo de Adviento releo la que para mí es una de las escenas más hermosas, didácticas, desbordantes, a contracorriente y extraordinariamente hermosas de sus enseñanzas. Es ese pasaje crucial de su último día en el que Cristo, arrodillado frente a cada uno de sus discípulos, ceñido con el manto de la humildad, les lava esos pies llenos de polvo; pies endurecidos y cansados por tanto trasiego de un lugar a otro siguiendo al Maestro, maltrechos por el mal estado de los caminos de Tierra Santa, doloridos por la ínfima calidad del calzado que usaban. Pies que agradecen la frescura del agua limpia y el roce suave de una toalla limpia.
Y me doy cuenta que vivo enredado en mil quehaceres cotidianos apagando fuegos por doquier y que, con frecuencia, olvido la necesidad de ceñirme una toalla limpia de entrega, servicio y fraternidad para inclinarme con humilde actitud a lavar los pies de los que me rodean. Incluso algo más profundo: colocarme en el lugar adecuado para discernir claramente quien soy y qué deber tengo para con los demás. No siempre es sencillo y fácil afrontar los avatares diarios saliendo de uno mismo para meterse en la piel del prójimo. Sí, tengo que poner más atención a lo que ocurre a mi alrededor para tratar de encontrar más pies llenos de polvo, endurecidos y cansados,  maltrechos y doloridos como pueden estar los míos.
No siempre es sencillo comprender los porqués de la voluntad de Dios, las razones de sus propósitos y «despropósitos», el sentido y el «sinsentido» de lo que Él tiene ideado para mí. Es necesario estar atento para unirme a Dios íntimamente y comprender que Él es el que nunca falla, que todo lo tiene siempre milimétricamente medido, que ofrece la respuesta adecuada, la palabra precisa para moldear en lo más profundo de mi ser el verbo «confía», que me lleva a tener paz interior, sosiego, serenidad de corazón… a encontrarme conmigo mismo en la mirada del otro.
Los gestos de Jesús debo imitarlos cada día si realmente me considero un discípulo suyo de este tiempo. Él me ha dejado infinitud de enseñanzas para que las ponga en práctica. Se trata de conseguirlo realmente para parecerme solo un poco más a Él, y ser un siervo fiel que aprenda a lavar los pies ajenos con grandes dosis de fraternidad. Pero tengo un problema: con frecuencia la toalla ceñida se me cae del cinto consecuencia de mi yo, de mi egoísmo, de mi falta de caridad, de mi falta de amor y de tantos «peros» que jalonan mi vida.

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¡Señor Jesús, postrado de rodillas ante Ti te pido encarecidamente que enseñes a quererte tal y como tú me amas; hazme ver tu rostro en el rostro de las personas con las que vivo y se cruzan en mi camino; muéstrame el camino para ser buena persona y que Tú te conviertas en el centro de mi vida, vida que te entrego y pongo confiadamente en tus manos! ¡Ayúdame, Señor, a aceptar a todos los que me rodean como son y haz que mi corazón abierto tenga con ellos esos gestos de amor, de fraternidad y humildad que tú me pides como testimonio de mi ser cristiano! ¡Señor, Tú lavaste los pies de tus discípulos con un amor y una humildad que sobrecogen y además dijiste que lo hacías para que también lo hagamos unos con otros! ¡Me cuesta hacerlo, Señor, porque es un auténtico ejercicio de humildad, de servicio y de bondad! ¡Señor, Tu me muestras por este gesto a ponerme al servicio del prójimo con con mucho amor y grandes dosis de dulzura y sin distinciones de ninguna clase! ¡Tu me enseñas a ponerme espiritualmente de rodillas ante los demás, principalmente entre quienes más sufren y más necesitan del consuelo y la paz interior! ¡Ven, Espíritu Santo, Espíritu de amor, y dame tu luz para ser consciente de que el amor, para que sea verdadero amor, se tiene que concretar en obras! ¡Quedan pocos días para que nazcas en Belén, en el pesebre de mi corazón, y tengo tanto que aprender de ti! ¡Ayúdame, con la fuerza de tu Espíritu y con la fuerza de tu gracia a ser otro Cristo para los demás!

En este tercer domingo de Adviento, denominado Gaudete, nuestro corazón va palpitando de alegría. Nos acompaña la Virgen, Madre de Cristo, en esta espera gozosa y lo hacen también en nuestro corazón aquellos que amamos o nos han hecho daño. En este domingo, encedemos la vela con esta oración: «Vas a llegar pronto, Señor. Prepáranos nuestro camino porque estás cerca. Que esta luz que encedemos ilumine las tinieblas de nuestro corazón. Que no cese de brillar cada día y caliente nuestra alma. ¡Ven, Señor Jesús, y no tardes! ¡Ven pronto, Señor, a salvarnos y envuélvenos con tu luz, aliéntanos en el amor y irradia en cada uno de nosotros tu paz! Ayúdanos a ser antorcha para que brilles en nosotros y lámpara para comunicar la verdadera alegría. Amén!

Del compositor Félix Mendelsson escuchamos su motete Im Advent. Pertenece a su colección Sechs Sprüche, op. 79: