«Amén» no solo es decir «gracias», es decir «creo»

Ayer acudí a la Eucaristía a una Iglesia a la que no había entrado nunca. Eramos pocos fieles y al ir a comulgar una persona delante mío abrió la boca para recibir la Hostia. Antes de darla, el sacerdote le dijo: «No la oigo». Y con fuerza, la mujer exclamó: «Amén». Cuando toco mi turno hice lo mismo, y antes de comulgar exclamé con firmeza: «Amén». Decir «Amén» no solo es decir «gracias», es decir «creo». 

Es constatar que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo. Es aceptar con fe las palabras del Señor, quien es la Verdad. Cuando te deleitas con la comunión y el sacerdote levanta la Hostia y el cáliz no está haciendo un rito mágico. No hay prestidigitación, no hay fórmula mágica que transforme el pan en cuerpo como se cambia una piedra en pan… ¡esa es la propuesta del diablo en el desierto! Es Cristo mismo quien actúa y quien se hace presente. Él no se propone adquirir superpoderes a través de esto… se ofrece a que comulguemos con su cuerpo, llegar a ser uno en su cuerpo. Porque su cuerpo es el único cuerpo real.

Por eso no hay una porción individual, su propia hostia, su propio Jesús, para sí mismo. Las hostias pequeñas son sólo partes de la hostia grande partida en el altar. Él no se da sólo por mí que comulgo, sino por la gloria de Dios y la salvación del mundo. Por eso resuena tan hermoso el «Amén» antes de comulgar. La presencia real de Cristo está en la hostia consagrada, de manera sustancial y permanente, pero también en la persona del ministro, en su palabra y en la asamblea. Porque todos somos presencia real unidos a la asamblea-presencia real con pan y vino, presencia real en sustancia del mismo Cristo.

Cuando digo «Amén» antes de comulgar es para recordar que formo parte del cuerpo de Cristo, que distingo mi marca de cristiano, que no voy a comulgar por costumbre sino porque me siento atraído por la fe; porque necesito tener fuerzas para evitar el mal y hacer siempre el bien; porque quiero que Cristo entre en mi con un gran gesto de amor por mi parte; porque necesito de su consuelo, de su alivio, de su paz, de su amor, de su misericordia, de su ayuda; porque quiero que mi corazón se transforme y mi espíritu se renueve espiritualmente; porque quiero entregarle la carga de mis problemas y mis aflicciones; porque quiero que mi alma descanse en Él; porque necesito estar en comunión con Cristo; porque necesito de su alimento para mi vida espiritual; porque necesito que aumente la gracia en mi; porque me fortalece ante las tentaciones; que anhelo que mi vida humana esté unida a la vida divina… 

Decir «Amén» no es dar solo las «gracias», es decir con rotundo amor: «Creo, Señor».

¡Amén, Señor, porque cada día quiero tener un encuentro personal contigo, con Dios Padre y con Dios Espíritu Santo!  ¡Amén, Señor, porque quiero tener contigo un diálogo confiado y darte mi «sí» fiel y confiado! ¡Amén, Señor, porque cada vez que lo digo siento el consuelo en mi corazón que viene de Ti! ¡Amén, Señor, porque cuando lo pronuncio siento tu amor por mi! ¡Amén, Señor, para darte gloria en todo momento y en todo lugar! ¡Amén, Señor, porque a pesar de mis infidelidades y mis constantes negaciones, no dejas de llenar de gracias y de dones! ¡Amén, Señor, porque me demuestras en todo momento tu paciencia, tu inmensa misericordia, porque te haces constantemente el encontradizo conmigo, porque en la cruz me revelas la medida de tu amor! ¡Amén, Señor, porque me hace más firme en la fe! ¡Amén, Señor, porque me siento acogido por Ti, me siento seguro, siento que todo es verdad, autenticidad! ¡Amén, Señor, porque me permite seguirte y seguir tu ejemplo que fue un constante amén a la voluntad del Padre! ¡Amén, Señor, porque me llevas a darte el «sí» confiado ante tus múltiples iniciativas en mi vida! ¡Amén, Señor, porque diciéndolo me permite alabarte y glorificarte! ¡Amén, Señor, porque con esta simple palabra me lleno de alegría, expreso mi adhesión a Dios, siento tu presencia en mi corazón! ¡Amén, Señor, porque me hace entrar en una vida inmersa en el Amor eterno e inquebrantable de Dios! ¡Amén, Señor, porque me invita a vivir mi compromiso cristiano con coherencia! ¡Amén, Señor, porque me invitas a hacer de mis gestos buenas obras! ¡Amén, Señor, porque me invitas a seguir a la luz de Espíritu Santo tu Iglesia una escuela de oración y de amor! ¡Amén, Señor, porque diciéndolo con el corazón abierto pongo en mis labios la síntesis de tu Evangelio! ¡Amén, Señor, porque pronunciándolo te grito por la paz, para que cesen las guerras, para que la vida humana sea respetada en todos los lugares del mundo, para que haya esperanza en el futuro, para que cesen todos los conflictos humanos y políticos! ¡Amén, Señor, y santificado sea tu nombre, porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre! ¡Amén, Señor, amén y amén! 

Eucaristía que te transforma en el mismo Cristo

Domingo. Gran fiesta de la Eucaristía. Cuando Jesús nos habla de que comemos su carne y bebemos su sangre nos remite a la Eucaristía. La Eucaristía es su vida misma y al comulgar nos compromete y asimila a Cristo, y nos invita a hacer propio en el sí de nuestra vida el amor expresado en su vida. Es en la Eucaristía donde recibimos el alimento que nos da la fortaleza para ser dadores de amor, para transformar todo lo que somos en alimento de vida, para ser alimento para cuantos conviven con nosotros, para cuantos nos rodean. Es una invitación a que nuestra vida se convierta en cada momento en un don, ser alimento vivo para el prójimo. Ser panes que se parten con delicadeza y que se reparten con amor. Una entrega así nos es sencilla de lograr. No bastan solo nuestros méritos. La grandeza de la Eucaristía es que te transforma en el mismo Cristo. Es Él quien habita en cada uno. Y el que ama, sirve, se entrega, perdona… es el mismo Cristo que vive en cada corazón humano. ¿No es hermoso pensar que cuando recibes la Eucaristía te conviertes en cuerpo de Cristo y que unidos a Cristo la comunión nos abre a su vez con el prójimo? ¿No es impresionante pensar que nos  convertimos en lo que recibimos, el cuerpo y la sangre de Cristo? Y a pesar del «Señor, no soy digno de que entres en mi casa: pero una palabra bastará para sanarme», Cristo quiere entrar en el corazón del hombre para que nos asimilemos a Él. Así, ¿no es extraordinario comprender que en la eucaristía el ser humano encuentra la fuente de su caridad y el culmen de una vida plena entregada con Jesús para darse al prójimo, en un canto a la caridad, que nos es más amor recibido y amor entregado, a imagen de Jesús? Entonces me pregunto, ¿por qué cada vez que recibo la comunión no se me caen las lágrimas de emoción, por qué mi corazón no se rompe por la emoción, por qué mi alma no se desmorona ante el milagro de la Eucaristía? ¿No será que me falta mucho amor, mucha caridad, mucha fe… para comprender la grandeza del regalo de Jesús?

Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti. Para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén

¿Dónde encontrar la luz y la verdad?

Esta mañana de domingo, al iniciar la oración me he preguntado: ¿Donde encontrar la luz y la verdad? En mi caso, la encuentro en Cristo. El enviado del Padre. Cristo es la luz, la verdad, la vida, la esperanza, la salvación. Es el gran regalo de Dios. Este regalo expresa el amor que Dios siente por mi, en mi individualidad. Es un amor loco, desmesurado, profundo, fiel. Para que creyendo en Él tenga vida eterna. ¡Qué regalo más grande! ¡Dar a Cristo para que tengas vida! ¡Esa luz que ilumina el interior cuando en el silencio de la oración te unes a Él, cuando después de comulgar ilumina el corazón en el momento en que te abrazas profundamente a Él que está insertado en tu ser! ¡Ese momento mágico en que todo se renueva, se transforma, se llena de serenidad y de paz, de esperanza y de confianza, se llena de misericordia, de ternura y de sanación porque al mismo tiempo que penetra en tu interior te sana las heridas, los sufrimientos, los rencores, las tristezas! ¡Ese momento sublime que te fortalece en tu fe, que te hace nacer de nuevo! ¡De ahí que al levantarte del reclinatorio después de haber dado gracias, de alabarle, de pedirle perdón ves el mundo con otros ojos, con otra luz, con una perspectiva distinta! ¡Es ese momento tan extraordinario que te hace ver la vida, las circunstancias personales, al prójimo… con los ojos de Cristo, vivo y resucitado! ¡Que maravillosa es la Eucaristía que te permite encontrar a Cristo y descubrir la vida desde la perspectiva de la verdad! Hoy, antes y después de comulgar, no haré más a Dios por permitirte encontrar en Cristo la luz y la verdad.

¡Señor, gracias por hacerte presente cada día en la Eucaristía! ¡Gracias por ser luz y verdad, gracias porque eres tan bueno y misericordioso que te derramas de manera amorosa en mi vida! ¡Gracias, Señor, porque a pesar de fallarte constantemente, de abandonarte con frecuencia, de olvidarme de ti, de caer en el pecado, de serte infiel, tu no dejas de bendecir mi vida, de auxiliarme en mis necesidades, de habitar en mi interior, de sanar mi vida! ¡Gracias, Señor, porque tu amor me vivifica en la oración, en la participación sacramental, al sentirte en mi interior al recibirte en la Eucaristía! ¡Gracias, Señor, porque me permites alabarte cada momento de mi vida, porque haces en mi maravillas, porque como tu Madre puedo seguir la voluntad del Padre, porque tu eres el camino, la verdad y la vida! ¡Gracias por tu presencia real en la Eucaristía, porque has cumplido tu palabra de estar con nosotros hasta el fin de los tiempos, porque me permite alabarte y valorar tu grandeza y me hace también apreciar a todos los que me rodean porque puedo mirarlos con tus propios ojos, sentirlos con tu propio corazón y amarlos con tu misma alma! ¡Gracias, Señor, porque teniéndote en mi interior arde mi alma! ¡Gracias, Señor, te amo, te necesito, deseo que te quedes conmigo en todo momento y en todo lugar y por toda la eternidad! 

La Eucaristía, alimento del débil

A medida que lees el Evangelio observa que la actitud de Jesús no es la de presentarse como un sacerdote o un rey, sino como profeta. Fue un de profeta radicalmente nuevo. No era el simple portador de mensajes divinos porque esos mensajes Él los declara en su propio nombre; además, ejerce total autoridad sobre los espíritus malignos hasta el punto de expulsarlos de aquellos que estaban poseídos. Más tarde enviará a sus discípulos en misión para dar a conocer su Buena Nueva y expulsar demonios también en su nombre.

La curación como las enseñanzas no constituían un servicio individual ofrecido a personas aisladas; fue parte de la construcción del Reino y, también, fue parte del acto mesiánico por el cual se inauguró el Reino. Fue una obra de amor que introdujo al paciente en el poder curativo del Misterio Pascual. ¡Es tan hermoso meditarlo! Lo es de manera especial en el domingo, como el de hoy. En el domingo, como en todos los días que acudes a la Santa Misa, tienes en la celebración de la Eucaristía el acceso diario al poder sanador de Jesús. Al acudir al templo me acercaré a Jesús pidiéndole más fe, exponiéndole todas mis heridas y mis enfermedades físicas, psicológicas o espirituales y sé que Él me dará acceso a una nueva vida.

Siento que acudo a la Eucaristia porque me siento débil pues la comunión no es el premio a los que son perfectos sino el alimento de los débiles. Lo haré necesitado de la gracia divina, para que su vida entre en la mía, para que su luz divina me ilumine, su fuerza sanadora me levante y sus manos misericordiosas me sostengan.

Hoy al acudir a la Eucaristía espero sentir que bebo de la fuente de la verdadera vida, al encuentro de ese Cristo que se ofrece por mi en su Cuerpo y su Sangre para alimentarme espiritualmente, fortaleciéndome para afrontar con la fuerza de Dios el camino de mi vida. 

¡Qué hermoso el domingo que en la celebración de la Misa te permite vivir la Nueva Alianza que Cristo instauró para darme la salvación prometida! 

¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía me espera para sanarme y sanar a tantos que me rodean en tu nombre! ¡Gracias, Señor, porque tu presencia en la Eucaristía tiene una fuerza que mueve mi corazón, porque tu presencia absoluta transforma mi alma! ¡Gracias, Señor, porque hoy en la comunión quiero acudir con el corazón abierto, con la esperanza de sanación, porque siento que en cada Eucaristía sanas mis debilidades, mis incertezas, mis miedos, mis fragilidades, mis tibiezas! ¡Gracias, Señor, porque observando la lucecita intermitente al lado del sagrario comprendo que eres la luz que ilumina el mundo, que ilumina mi vida, y no me puedo imaginar un mundo sin tu presencia! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía te haces presente para traernos la vida en abundancia, el amor, la esperanza, tu ternura, tu corazón, tu propia vida! ¡Gracias, Señor, porque eres el mejor médico de cuerpos y almas! ¡Gracias, Señor, porque en la Eucaristía de hoy acudiré para beber del agua de la única fuente de perdón, sanidad y gracia que tu entregas por amor verdadero! ¡Señor, nos has entregado tu cuerpo y sangre y un sacrificio en la cruz; no merezco este extraordinario acto de amor y que, además, me llames tu amigo sin embargo es para mi fuente de gracia y de consuelo! ¡Señor, gracias por este día, acudiré a Ti con el corazón abierto para ser receptor de tus infinitas gracias!

¡Disfrutar cada día de la vida eterna!

No soy autosuficiente porque necesito recibir del exterior lo necesario para vivir: el aire que respiro, el agua que sacia mi sed, la comida que sacia mi hambre. Por tanto no cuento con ningún sueño de autonomía absoluto porque para sobrevivir siempre me veo obligado a depender del exterior! Es así como me —nos— creó el buen Dios.

Cuando Jesús dice que no tenemos vida en nosotros no se refiere a la vida biológica. Hace referencia a un tipo de vida diferente: la vida eterna, es decir, la vida divina. Pero para nosotros, los hombres, es lo mismo. Si necesitamos ayuda externa para nutrir nuestra vida biológica no es de extrañar que la vida divina también se reciba del exterior. En este caso, del mismo Dios.

Cada día los creyentes podemos recibir de manera especial el regalo de la vida eterna, la vida divina que Jesús nos ofrece en cada Eucaristía. En otras palabras, acudimos a la Santa Misa porque tenemos hambre y sed del cuerpo y la sangre de Jesús.

«El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna». Para tener vida eterna hay que alimentarse de Jesús. No hay otra manera. ¡Qué hermoso es participar de la fiesta de la Eucaristía! ¡Qué hermoso es sumergirse en la profundidad del misterio eucarístico: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo permanezco en él”! ¡Deseo que estas palabras resuenen profundamente en lo más íntimo de mi corazón! Es el milagro de la Eucaristía: la comunión entre Dios y el hombre, entre Jesús y cada uno de nosotros, esta pequeña criatura débil y frágil que si no respira oxígeno durante unos minutos se desmorona.

¡Gracias Señor, por el don de la Eucaristía, el alimento milagroso con el que nos unes a tu divino corazón! ¡Gracias, porque sin merecerlo la Eucaristía me asimila a tu cuerpo divino, Jesús! Hoy, después de la Comunión, espero vivir profundamente en el corazón de Jesús. ¡Qué abismo de gracia! 

¡Señor, por medio de tu Santo Espíritu concédeme un corazón desprendido, paciente, limpio, humilde, misericordioso, generoso, comprensivo, amoroso, servicial, solidario, dador de esperanza, lleno de amor infinito! ¡Enséñame a que sin amar nada es importante! ¡Señor, que mi vida sea un camino para que los demás te conozcan a ti, como el Dios verdadero que todo lo ha creado y el que has enviado a tu Hijo Jesucristo para nuestra salvación! ¡Señor, concédeme la gracia de cambiar y transformar por completo mi corazón, un corazón que se haya contaminado por las tentaciones y los pecados del mundo, por los ruidos que me rodean, y esté limpio para recibir la gracia de tu Espíritu Santo, para que ilumine mi actuar y te dé a conocer a ti que eres el salvador de todo! ¡Te doy gracias por la Eucaristía, que es la plenitud del amor, y por qué no tienes miedo a partirte para repartirte y compartirte entre nosotros en un acto de plenobamor! ¡Te doy gracias porque cada pan partido en la eucaristía es una imagen tuya que muere por mi salvación y me permite rememorar tu pasión! ¡Te doy gracias porque cada uno de las Formas quebradas por el sacerdote durante la misa son una manera de hacerte presente para curar las heridas de mi corazón, las injusticias del mundo y los sufrimientos de la humanidad! ¡Te doy gracias, Señor, porque cada eucaristía es un caminar hacia la vida eterna, un sueño de reconciliación, de la gran victoria de tu amor sobre el pecado y sobre la muerte! ¡Te doy gracias porque el pan partido de cada eucaristía es un canto a la vida del mundo, a la vida eterna!

El deseo de vivir de Jesús, unido a su corazón divino

Viernes por la tarde. Adoración Eucaristía. La Custodia presidiendo el altar; la cruz del crucificado en segundo plano. Siento como Jesús me abre la puerta de su divino corazón para decirme, acogerme y abrazarme: “Ven, no seas tímido. Entra, este es tu nuevo hogar. Mira, esta es la casa de Dios. La casa donde vivo eternamente en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Ahora también es tu casa, para siempre».

La Eucaristía es verdaderamente un tesoro único. Me doy cuenta a veces de que no soy muy consciente de su infinita riqueza. Por eso nuestra madre la Iglesia ha instituido la adoración eucarística, para ayudarnos a apropiarnos de la gracia escondida en el misterio del sacramento del cuerpo de Jesús, el pan que da a los hombres la vida eterna.

El acto de adoración prolonga e intensifica lo que se realiza durante la propia Celebración Litúrgica y madura una acogida profunda y verdadera de Cristo. Cuando el viernes permanecía en la adoración de Jesús presente en el sacramento de su cuerpo puede sentirme sumergir en la profundidad de su íntima comunión. Jesús llenó por completo mi corazón y mi alma. Calmó toda mi agitación interior. Aclaró muchas dudas interiores. Curó heridas del corazón..

“Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí». Y esta es la misión que brota de la celebración eucarística: “vivir en Jesús”. Vivimos por Jesús, porque no tenemos la vida divina dentro de nosotros. La vida divina debe recibirse de Dios. Por eso dependemos de Jesús, del don de la Eucaristía, único pan que da vida eterna.

Y ayer contemplando la custodia se llenó mi corazón del deseo de vivir de Jesús, unido a su corazón divino, para cumplir mi misión cristiana. Y me vinieron poderosamente a la memoria las palabras del sacerdote elevando el cuerpo y la sangre de Jesús al cielo: «Por él, con él y en él, a ti, Dios Padre todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos». Y mi interior respondía silencioso: “Amén, amén, amén”. Es decir, quiero que mi vida sea realmente así…

Quiero que mi oración de hoy sea la Comunión Espiritual que resume todo el anhelo de recibido a Jesús:

Creo, Jesús mío, que estás real que estás real y verdaderamente en el cielo y en el Santísimo Sacramento del Altar. Te amo sobre todas las cosas  y deseo vivamente recibirte dentro de mi alma, pero no pudiendo hacerlo ahora sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si ya te hubiese recibido, te abrazo y me uno del todo a Ti. Señor, no permitas que jamás me aparte de Ti. Amén 

Recuerdo de mi Primera Comunión

El 10 de mayo de 1975 fue un día luminoso de primavera. Lo recuerdo perfectamente. Aquel día, a mediodía, acompañado de familiares y amigos y de la mano del padre Pou, sacerdote jesuita amigo de mi padre, recibí mi Primera Comunión. Recuerdo con mucha alegría aquel día vestido sobriamente con un pantalón beige corto, una americana azul marino y una corbata de anclas azul, que pedí prestada a mi padre porque era una de mis preferidas. Tuve la suerte de celebrar una ceremonia alegre, con cantos de un coro de amigos, una hermosa homilía y el cariño de las personas a las que quería.
Me vienen a la memoria hechos hermosos de preparación para aquel evento. A mi profesor de religión que inculcó en mi el amor a la Eucaristía, el sentimiento de recibir por vez primera a Cristo Jesús. Aquel profesor, esmerado en transmitir su fe, repetía constantemente: «Cuando vayáis a comulgar cada día, Jesús habitará en vuestro corazón. Seréis un sagrario para él. Recibidlo siempre con mucho amor y bien preparados, con el corazón limpio. El merece habitar en vosotros y sentirse cómodo en vuestro interior. Y decidle: Te amo, Jesús. Gracias por venir a mi. Dame tu mismo amor para ser capaz de amar a mi prójimo como si te amase a Ti». Desde entonces, al regresar de comulgar y dirigirme al banco de la iglesia, en el momento mismo de recibir del sacerdote la Hostia consagrada, el Cuerpo de Jesús, recito esta breve oración.
Recuerdo también a mis padres y mis abuelos, ellos han sido para mi transmisores de fe. Les he visto vivir con amor cada Eucaristía diaria, orar con fe y ellos me acompañaron también en el camino de mi preparación.
Recuerdo con afecto a aquel sacerdote cuyas manos ungidas para tomar el pan que convirtió en el Cuerpo de Cristo y el vino para convertirlo en la Sangre del Señor, y me administró por vez primera el sacramento de la Eucaristía. Resuena todavía en mi interior la última frase de su homilía: «Hoy Jesús viene a Ti por primera vez en la Comunión. Sé siempre fiel a Él como Él será siempre fiel contigo.» Y aunque en algunos momentos de mi vida no ha sido así, ahora el Jesús pan de vida es el centro de mi vida, necesito nutrirme de Él para llenar mi alma. Mi corazón, mi ser, mi voluntad, mi todo humana y espiritualmente necesitan llenarse de este Jesús que ha dado su vida por mi.
Podía haber escrito este texto ayer pero he querido hacerlo hoy, un día más tarde, porque en España desde esta jornada podemos acudir de nuevo a los templos para recibir la comunión diaria y asistir a la Eucaristía y no vivirla desde los medios de comunicación. Comulgar cada día es un privilegio, uno de los mayores regalos que recibimos del Cielo, un signo hermosísimo de la predilección de Dios sobre los hombres. Al comulgar diariamente con devoción, con amor, con fervor, con reverencia, con respeto, con cariño y con entrega te vas convirtiendo en otro Cristo.
¡Hoy como el primer día que le recibí en forma de pan volveré a la Iglesia con la misma alegría de aquel primer encuentro! ¡Gracias, Jesús Eucaristía, porque de nuevo te recibiré sacramentalmente con todo mi amor, toda mi fe y toda mi esperanza!

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¡Gracias, Señor, porque recibiéndote me haces plenamente feliz! ¡Concédeme la gracia de serte siempre fiel, ayúdame pese a mis debilidades, fragilidades y caídas a estar siempre contigo, ser tu amigo, tu discípulo, tu seguidor! ¡Te pido que me lleves de tu mano, ayúdame a cargar la cruz, a ser siempre feliz a tu lado! ¡Gracias porque me permites recibirte cada día y sentirme muy unido a Ti! ¡Te pido, Señor, por todos los matrimonios cristianos para que desde el amor sean transmisores de fe, de esperanza y de caridad a sus hijos y que desde el testimonio de su vida cristiana orienten toda su vida, individual y familiar hacia Ti! ¡Haz, Señor, que miren siempre a la Sagrada Familia de Nazaret como modelo de su hogar¡ ¡Gracias, Señor, por mis padres y mis abuelos que han sido verdaderos transmisores de fe para mi! ¡Te pido, Señor, por mi catequista y todos los catequistas que abren su corazón para preparar a los niños a recibirte por primera vez! ¡Espíritu Santo, guíales con tu gracia, ábreles el corazón y los labios para que sean transmisores del amor de Dios, testigos del Evangelio, discípulos de tu verdad! ¡Que todas sus palabras y acciones sean un reflejo vivo de tu amor entrañable hacia nosotros! ¡Te pido, Señor, también por los sacerdotes, siervos tuyos, hombres de oración, para que sean otros Cristos en su transmisión de la fe, de tu Palabra y de tus sacramentos! ¡Que fieles a su compromiso para contigo, Señor, sus palabras sean las tuyas, sus gestos sean los tuyos, sus acciones sean los tuyos, sus manos consagradas sean como las tuyas, y que su vida sea fiel reflejo de la tuya! ¡Acompáñalos, Señor, para que sirvan a tu Santa Iglesia sin miedo y con mucho amor! 

Con flores a María (Obsequio espiritual a la Santísima Virgen María)
María, Madre, tu fuiste el primer Sagrario en el que Cristo puso su morada, recibiendo de Ti la primera adoración como Hijo de Dios
Te ofrezco: vivir la Eucaristía de hoy muy unida a Ti con un amor inmenso y ofrecerla por todas las personas que amo y por aquellos que en sus diferentes circunstancias no pueden recibir a Jesús.

Añoranza de la Eucaristía y el sagrario

Vivimos confinados en nuestros hogares desde hace relativamente bastante tiempo. Hace pocos días, el Jueves Santo, celebramos la institución de la Eucaristía. Tengo añoranza de Eucaristía. Tengo añoranza de sagrario. Tengo añoranza de Adoración al Santísimo. Lo vivo espiritualmente, sí, desde las redes sociales. Pero hay una necesidad física de vivirlo y experimentarlo. ¡Qué misterio más curioso nos está haciendo vivir el Señor en este tiempo de confinamiento! Con todo lo que uno necesita nutrirse sacramentalmente de la comunión y la tienes que vivir con ansia y amor espiritualmente. De tanto que necesitas el silencio de la oración ante el sagrario y has de buscar con dificultades un rincón silencioso en la estancia de tu hogar. Y piensas, Señor, ¡cuánta necesidad de recibirte y no poder hacerlo! ¡Cuánta necesidad de acudir a la iglesia y tengo que quedarme en casa! Y cuando lo pienso solo me surge un pensamiento: pedirle con el corazón abierto perdón sincero y profundo.
Pedir perdón porque tanta añoranza de Eucaristía y sagrario porque te hace ser consciente también de las veces que habiendo podido visitar a Jesús y recibirlo debidamente no lo he hecho. ¡Cuántas veces he hecho una visita al sagrario apresuradamente, mirando el reloj, despistado, más atento al móvil que a la oración! ¡Cuántas veces pudiendo entrar ¡un minuto! en un templo para saludarle solo he hecho una jaculatoria en la puerta de la iglesia y he pasado de largo! ¡Cuantas veces he antepuesto otras cosas intrascendentes que una visita al Santísimo! ¡Cuántas veces he comulgado pensando en las musarañas, distraído, más pendiente de mis problemas o mis necesidades que estando atento a lo que verdaderamente iba a recibir, al mismo Señor que ha dado la vida por mi! ¡Cuántas veces le he recibido ⎯y me produce profundo dolor pensarlo ahora⎯ rutinariamente, sin emoción, sin alegría! ¡Ahora que no lo tengo, lo siento! ¡Cuántas veces he comulgado sin ser consciente que iba a revivir el misterio glorioso de su Pasión!
Contemplo las diferentes custodias a las que me voy conectado en las redes sociales y no puedo pedir más que pedir perdón pero también manifestar el deseo, en este ayuno forzado de Eucaristía, que cuando este confinamiento termine busque a Jesús con más amor, con más esperanza, con más fe, con mas ahínco y con más humildad en la Eucaristía, regalo infinito de su presencia entre nosotros, para vivirla con un propósito renovado de recibirle debidamente, de acompañarle sencillamente y de sentirle con el corazón abierto a su gracia.

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¡Señor, anhelo amarte más si cabe ahora que no puedo recibirte sacramentalmente! ¡Señor, te amo profundamente y espero un día llegar a querer como se ama en el cielo! ¡Quiero amarte profundamente para llegar a penetrar en lo más íntimo de tu corazón, para disfrutar vivamente de tu Eucaristía, para en el seno de tu intimidad sentir la dicha de la contemplación, sentir tu amor y ser capaz de devolvértelo con creces! ¡Perdón, Señor, por el tiempo perdido! ¡Perdón, Señor, por mis faltas de amor! ¡Señor anhelo un encuentro vivo contigo para llevar una vida sacramental muy vivida a tu lado, que mi oblación cristiana esté muy unida a ti, que tenga una anhelo profundo de Comunión, que mi oración con el corazón abierto encienda todavía más mi anhelo de Eucaristía, y que la Comunión de tu Cuerpo y tu Sangre avive más en mi la sed de plegaria! ¡Perdón, Señor, perdón por tantas comuniones distraídas y tanta oración baldía! ¡Ahora me reprocho el poco tiempo que te dedico y lo bien que se esta contigo junto al Sagrario o al recibirte en la Eucaristía! ¡Tu que te has humillado para mendigar mi amor y estás deseando mi presencia! ¡Aquí estoy, Señor, mirándote en la distancia pero sintiendo tu cercanía porque eres el modelo que mi alma y mi corazón necesitan para seguir creciendo cada día!

Dos gestos, una misma realidad

«Haced esto en memoria mía», «Os he lavado los pies, lavaros los pies los unos a los otros». ¡Dos llamadas del Señor en esta fiesta del Jueves Santo!
Para que quienes le amamos y seguimos entendiéramos que está dando su vida libremente, Jesús hizo gestos sobre el pan y el vino, que acompañó con palabras. Con estos gestos y estas palabras, dice que su cuerpo será quebrado y entregado al mundo, que su sangre será derramada y dada por todos.
Esta señal que anuncia su muerte inminente se convierte en un sacramento, la Eucaristía, que sus discípulos no dejaremos de celebrar en memoria suya para que comprometidos con Él entendamos el regalo que hace de su vida. Para terminar, Jesús dijo: «Haced esto en memoria mía». Al tomar estos gestos y estas palabras, los cristianos reconocemos la presencia de Cristo como nuestro Maestro y Salvador.
En esta liturgia del Jueves Santo, se nos recuerda otro gesto de Jesús, el lavatorio de los pies sucios y polvorientos de sus discípulos. ¿Por qué esta otra acción de Jesús, esta otra señal? Es la gran herencia del servicio. Es el gran ejemplo que nos da para cada uno podamos también hacer al prójimo lo que Él hizo por nosotros. Lavar los pies es como lavar los pecados y así limpios del mal poder acceder al banquete divino al que Él nos invita cada día.
El gesto del lavatorio de los pies te obliga a inclinarte, a arrodillarte ante el otro. No te convierte en un maestro, porque es un gesto de un humilde servidor. Significa profundamente que es la persona frente a ti lo que cuenta. Hace eco de este desafiante y al mismo tiempo amoroso dicho de Jesús: «He venido para que el mundo tenga vida».
Lo reviviremos nuevamente esta noche en silencio absoluto y confinados en nuestros hogares. Es la gran oportunidad para dejar que el Señor aumente en nosotros el espíritu de servicio en el corazón de nuestra vocación como esposos, padres de familia, hijos, hermanos, amigos… En el momento del lavatorio pensaré en todos ellos para tratar de hacer de mi vida un servicio a los demás. Comprender que sin la impronta del servicio, sin la actitud de siervo que nace de los más profundo de mi corazón, todas las celebraciones, todas las acciones, todos los actos vinculados a mi ser cristiano carecen de sentido y se convierten en paja dispersada por el viento. Es no comprender el «Amaos los unos a los otros como yo os he amado».
La Eucaristía y el lavatorio de los pies son dos acciones diferentes, pero vinculadas a una misma realidad: Jesús nos ofrece su vida libremente y por amor. ¡Qué sublime enseñanza! En cuanto al gesto eucarístico, lo hará en memoria nuestra, una acción que sigue al gesto del lavado de los pies: como te lavé los pies, tú también debes lavarle los pies al otro.
En este Jueves Santo no puedo estar más que agradecido al Señor, no puedo estar más alegre por este profundo don de un amor tan grande que Jesús nos ha legado con su humilde enseñanza. Hoy abro mi corazón de par en par para que la gratitud, la esperanza, el amor y la alegría me transformen interiormente y me otorguen la fuerza para amar a los que me rodean con el mismo amor y el mismo servicio que nos legó Jesús.

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¡Señor, en este Jueves Santo no nos lavas de manera teórica sino viva y real y te doy gracias; te doy gracias por nos lavas con tu Palabra, con tu presencia viva! ¡Haz, Señor, que tus palabras y tu presencia las acoja en mi interior con el corazón abierto, con oración profunda, con fe cierta, para que se convierta para mi en una fuerza que purifique, sane y sea motivo de entrega al prójimo! ¡Señor, necesito que laves mis pies porque sabes que hay mucha suciedad e inmundicia en mi soberbia, en mis palabras vacías, en mis juicios ajenos, en mis prejuicios, en mis comportamientos egoístas, en mis falsedades, en mis vanidades, en mis acciones; Señor sabes lo que me ofusca y me aparta del bien, lo que contamina mi interior y me aleja de mi santidad! ¡Lávame, Señor, para renacer limpio al encuentro del prójimo, para encontrarme contigo en la Eucaristía con un alma purificada, con un espíritu nuevo! ¡Señor, quiero amarte más, quiero amar más al prójimo, quiero que mi vida no esté centrada en mi mismo sino como tu nos enseñas hoy a vivir por los demás, en una actitud de servicio permanente! ¡Señor, Tú nos entregas hoy de manera generosa y cierta tu vida, quiero llenarme intensamente de tu amor infinito! ¡Hazme, Señor, vivir en el presente de tu existencia y no alejarme jamás de Ti! ¡Señor, en este día santo te pido la gracia de aprender a vivir con mucho amor y con el corazón siempre abierto a tu gracia el misterio de la Eucaristía! ¡Ayúdame, Señor, a no vivir de egoísmos estériles y aprender a levantar la mirada y el corazón para orientarme a ti y no a las cosas mundanas! ¡No permitas, Señor, que el mal entre en mi para que no falsifique y ensucie mi corazón porque lo único que quiero es ser capaz de ver la presencia de Dios en la realidad de la vida! ¡Ayúdame como hiciste tu a mirar el mundo y a quienes me rodean con ojos de amor, reconociendo en el prójimo a Ti cuando me necesiten, me requieran, busquen mi consuelo o mi palabra! ¡Señor, que mi vida sea un permanente partir el pan porque así demostraré que me preocupo de los demás, que soy hospitalario, que me uno a ellos en el compartir! ¡Tu, Señor, te nos das en el pan partido, en el darte hasta la muerte! ¡Señor, gracias por esta enseñanza en este Jueves Santo, gracias porque no es pan y vino terrenales lo que nos ofreces sino la comunión contigo para la transformación del mundo, para hacer de nosotros hombres nuevos! ¡Señor, yo creo, espero, adoro y te amo!

Mi semana en la Santa Misa

La Eucaristía del domingo es una fiesta sagrada, alegre, llena de luz. Aunque uno asista a Misa cada día de la semana, el domingo tiene algo especial. Es el encuentro con la asamblea reunida en comunidad, en la solemnidad del encuentro con el Señor. Me gusta la Misa dominical porque, en este encuentro de amor, de acción de gracias, de adoración, de glorificación, de contricción profunda… te pones en cuerpo y alma ante el altar con la historia personal que has vivido durante la semana que termina y con el compromiso de mejorar y cambiar en la nueva historia de siete días que se presenta. Es una ceremonia que exige entregarse con el corazón abierto y con toda la potencialidad del alma.
A la Misa acudo con la mochila de mis alegría y mis penas, con mis sufrimientos y mis esperanzas, con mi anhelos y mis frustraciones. Acudo con cada uno de los miles de retazos de la semana que he dejado atrás profundamente enraizados en el corazón. Para lo bueno y para lo malo. Las cosas positivas para dar gracias a Dios por ellas, las negativas para ponerlas en manos del Señor y ayudarme a superarlas y mejorar en el caso de tener que cambiar algo.
Esta mochila también esta repleta de imágenes. Es un mosaico de rostros que se han impregnado en mi corazón. Son las personas que se han cruzado conmigo durante la semana. A Dios los entrego durante la Eucaristía y también a María, la gran intercesora. Cada uno tendrá sus intenciones que desconozco pero que el Padre, que está en los cielos y que lee en lo más profundo de sus corazones, sabrá que es lo que más les conviene. Todos ellos me acompañan en la Eucaristía del domingo.
La Eucaristía es un acto de amor de Dios en el que uno puede ser autentico partícipe. ¿Alguien lo duda?

orar con el corazon abierto

¡Señor, te doy infinitas gracias por tu presencia en la Eucaristía! ¡Gracias, Señor, porque en la Santa Cena partiste el pan y el vino para alimentar nuestra alma y nuestra vida, para saciar nuestra hambre y sed de ti! ¡Gracias, Señor, porque ofreces tu Cuerpo bendito y tu Sangre preciosa! ¡Gracias, Señor, por esta entrega tan generosa y amorosa que llena cada día mi vida! ¡Gracias, Señor, porque la Eucaristía es una celebración comunitaria en la que Tú te sientas junto a nosotros para compartir tu amor! ¡Qué hermoso y gratificante para el corazón, Señor! ¡Gracias, porque por esta unión tan íntima contigo cada vez que te recibo en la Comunión, en este encuentro especial con el Amor de los Amores, que serena mi alma y apacigua mi corazón! ¡Señor, tu conoces mis fragilidades, mis debilidades, mis flaquezas, mis miserias, mi necesidad de Ti y aún así quieres quedarte a mi lado todos los días! ¡Solo por esto, gracias Señor! ¡Señor, Tú sabes que en la Eucaristía diaria se fortalece mi ánimo, se acrecienta mi amor por Ti y por los demás, se revitaliza mi entusiasmo, se agranda mi confianza y se hace fuerte mi corazón! ¡Te amo, Jesús, por este gran don de la Eucaristía en el que te das a Ti mismo como el mayor ofrecimiento que nadie puede dar! ¡Gracias, porque cada vez que el sacerdote eleva la Hostia allí estás Tú inmolado sobre la blancura del mantel que cubre el altar! ¡Gracias, Señor, por todos los beneficios que cada día me reporta la Comunión!

Pan de Vida, le cantamos al Señor: